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{El Almacén}

Desquiciados

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Estamos desquiciados, completamente atormentados por la vida de una argentina política, deportiva y fanática (recientemente) de Francisco. Discutimos sobre la reglamentación que deja a los visitantes afuera de las canchas de fútbol. Lo hacemos mientras nos enteremos que 16 años fueron tirados a la basura atados de pies y manos. Nos importa un poco pero no nos sorprende. Nuestra sensibilidad se derritió con la seguidilla de malas nuevas.

Peleamos, nos increpamos, nos chicaneamos con la pelota en el medio de la verborragia verbal. Messi es el centro del debate. Buscamos variantes de discusión y después terminamos aceptando que es el mejor del mundo y que es argentino. Eso nos enorgullece. Es lo único que nos levanta el ego argentino a diario. Nos importa más Messi que el infradotado que se pasó 15 años estudiando para tratar de salvar a Renzo en una operación de extrema gravedad. Somos así, somos.

Vivimos histéricos pensando a donde tenemos que llegar, con quien tenemos que comer, con quien debemos quedar bien y a quien mandaríamos a la mierda en los próximos cinco minutos de atrofia cerebral. Somos, todos, parte de una histeria generalizada que engloba la vida diaria de los argentinos. Nos reímos del que está a nuestro lado leyendo la Paparrazi con minas en pelotas y después tratamos de hojearla en el kiosco más cercano.

Criticamos al kirchnerismo, sciolismo, macrismo, socialismo y radicalismo teniendo como argumento único que lo mejor es que se vayan todos al carajo y que vengan otros que nos alegren las mañanas. Para colmo de males, cuando queremos ser buenos con los políticos, sale el gordo Lanata y nos cuenta que Lázaro se afanó hasta el último chupetín de Santa Cruz.

No nos tienen piedad. Ni los gobernantes ni los asesinos. Ni a los jóvenes, ni a los viejos ni a los niños. No existe la piedad en Argentina. El que la quiere que se vaya a vivir a la India y rece con algún monje resistente al calor. Nosotros, los argentinos, somos histéricos porque vivimos en un país histérico. Las reglas son básicas. Al que le gusta, que lo aproveche, y al que no, le cortamos la cabeza. Lo decapitamos por traidor. Y si no pregúntenle a Moreno.

El mejor de la infancia redonda

Al negro Cataña. Por el recuerdo imborrable de la niñez futbolera

El mejor jugador que vi en una cancha de barrio es el negro Cataña. Por esos tiempos en que no importaba dormir por las noches, el pibe que sobresalía en la disputa por la número cinco era Bruno “el negro” Cataña. Rápido, pícaro, burlón con la bocha en los pies, claro de ideas y valiente contrincante de las patadas. Un tipo al que intentaban romperle la rodilla cada cinco minutos y nunca, nunca jamás, lograban pegarle con suficiente fuerza como para amedrentarlo y mandarlo a su casa.

De  barrio y de fibra, el negro le mostraba la pelota hasta el asesino serial más conocido de la zona. Tenía, tiene y seguirá teniendo esa maña de generar el enojo en el rival por el simple hecho de mostrar su habilidad. Aún así nunca formó parte de esa clase de jugadores que lo único que buscan es lucirse. Sería injusto catalogarlo dentro de la línea en la que se paran los fastuosos que se creen más de lo que son y se preocupan por la combinación de colores más que por tener los botines sin agujeros.

No lo podían parar ni con la clara intención de hacerle foul. No podían porque el negro sabía calcular el tiempo justo en el que sus depredadores llegarían a la presa. Y entonces, en el mismo instante en el que la pelota quedaba comprometida, él la pisaba, la largaba con un pase corto o buscaba la pared para desmarcarse y otra vez arrancar camino al gol.

Lo extraño del tipo es que no cambiaba su forma de jugar a pesar de las circunstancias del partido. Si jugaba por el placer de compartir con amigos, sus pisadas eran el origen de la discusión y la calentura básica de cualquier futbolista que no puede sacarle la pelota al rival. Y cuando el enfrentamiento era con los otros, con los que venían a querer ganar la cancha para seguir jugando toda la tarde, ahí repetía su actuación cómo si la presión de quedarse afuera no le moviera ni un músculo. Porque en esos partidos el que perdía se quedaba sin cancha y eso, inevitablemente, significaba el final del juego.

La cuestión es que el negro Cataña la rompía. Caño a uno, bicicleta al otro, pisada contra la línea, pases “diferentes”, cabeza levantada, lengua filosa, aire para correr hasta el hartazgo y físico para aguantar patadas asesinas. Hablaba y jugaba, y lo hacía a la inversa según el contrincante que tuviera. Un verdadero insoportable para marcar. Uno de esos tipos a los que se les desea el peor mal que le pueda tocar, porque son incapaces de hacerle creer al contrincante, amigo o no,  que se la va a poder quitar y que en algún momento la pelota se va a escapar de sus pies.

El negro era el fútbol en si mismo aunque a algunos, varios quizás, les pesaba que así sea.  Un tipo que siempre hizo del juego algo más sencillo que el drama permanente en que lo transforman los opinadores profesionales y el mundo que rodea a la número cinco. No es tan difícil jugar a la pelota y eso es lo que el negro hacía, y hace hasta el día de hoy. Primero se divierte, después tira alguna gracia y si le queda tiempo se preocupa por ganar.

No llegó a pisar el nivel profesional. La Primera, el  Ascenso, algún club de la C o la D fueron solos paisajes en su televisor. No pasó ni cerca de un conjunto con renombre. El negro jugó de chico en un club del futbol nicoleño, y después la rompió en el Parque San Martín. Si, en un parque. Ese fue el lugar donde pudo demostrar su habilidad a pesar de los pozos y los desniveles. Un parque pegado al río en San Nicolás,  ciudad donde se crió. Un punto geográfico donde fue feliz o donde, por lo menos, enseñó sin saberlo.

La traba más grande que tuvo para escalar en el mundo del fútbol fue la joda. Porque al negro siempre le gustó la joda. Ni fiesta, ni celebración, ni juntada. La palabra es joda.  Comerse un asado con amigos y tomarse unas copas antes de que el sol ganara la batalla. Por su conducta, porque no tuvo ganas o porque nunca le interesó, Bruno nunca llegó a un club. La decisión o el destino de sus días, terminó beneficiándolo. El mundo del fútbol “ideal” no logró contaminarlo y le permitió mantener la estética natural del juego sencillo y atractivo.

El fútbol profesional de estos tiempos es complicado, mercenario y falso. Es espantoso y complota contra el arte del deporte. Nada tiene que ver con el pequeño universo del picado accidental,  que es mucho más puro y exagerado. Dios lo ha puesto  al  negro en el segundo de esos mundos y la redonda de cuero se lo agradece emocionada.

Todo pasa

 

Todo pasa. Así lo diagnosticó El Padrino de cabotaje que tiene la AFA. Lo tiene escrito en un anillo y tatuado en sus acciones ilegales y oscuras. Todo pasa. Pasa Cristina, su 54% codiciado, sus funcionarios alcahuetes y Él que descansa en algún lado. Pasan los políticos, los sindicalistas, los impunes, los punteros y la plata sucia que pasa por todas esas manos. Pasan los ídolos mediocres, los famosos de mentira, las mujeres de plástico y los chismes de vidas poco importantes. Pasa Maradona y también Messi. Pasan sus detractores sin argumentos y los fundamentalistas que enaltecen sus figuras. Pasan Palermo y Riquelme, el Enzo y el burro de Ortega. Pasan los whiskys del jujeño, los tratos con la barra del platense, la soberbia de un topo Gigio y los posters con corona de príncipe. Todos pasan aunque crean ser eternos, aunque los libros intenten guardarlos en sus hojas. Pasan porque la vida es efímera aunque algunos crean que es eterna.

Las palabras pasan, las fotos pasan, las ideas pasan. Permanecen durante años y luego son olvidadas y abandonadas en una isla sin acceso. Pasa la muerte aunque duela y mucho, pasan los sabores de una comida adornada de paisajes inolvidables, pasan los amores que no pegan en el rompecabezas de los sentidos, pasan las familias ideales que le rezan al portarretrato con la foto de año nuevo un poco vieja. Pasan los llorones y los fuertes, los que se la bancan y a los que les duele. Pasan los hijos de puta y los buenos tipos que merecen más de lo que tienen. Todos pasan porque todo pasa. Los minutos se van de viaje a la eternidad, los sabiondos se mueren creyéndose útiles para mejorar la humanidad y los vagos pensando que es muy difícil aprender a estudiar.

Pasa el subte con Macri vestido de amarillo y con Scioli pintado de naranja. Pasa la clase media, la media-alta, la baja, la re contra baja y los millonarios ostentadores. Pasan las flores cada otoño que las ataca y las nubes de un invierno inconcluso que se cae del calendario. Pasan los perros más sensibles que los dueños y los hijos con padres que no merecen. Todo pasa rápido aunque parezca lento, aunque los años suelan ser largos cuando empieza enero y cortos cuando Papa Noel asoma su barba de viejo cariñoso.

Todo pasa. Inclusive los que creen tener el ancho de espada para ganarle a la vida y quedarse con las monedas del pozo. Pasan las personas, siempre tan apuradas y preocupadas. Pasan cuando se duermen para siempre o cuando nadie muestra interés por ellas. Pasa, pasa, pasa todo sin detenimientos y con firmeza. Los periodistas pasan y todo el trabajo dibujado en una hoja. Pasan las teclas de la computadora donde este texto se escribe, de este pedazo de chatarra que en unos meses será vieja y pisoteada como un jubilado sin alcancía.

Cocinero de placeres

 

Cien gramos de alegría colombiana, dos cucharadas de vocación por la comida, una pisca de distancia mezclada con incertidumbre y paciencia, un kilo de adrenalina y una porción de cordialidad de sangre latina. Si el plato se sirve a la mesa de la imaginación del lector, podrá entonces, conocer a Juan Carlos Torres. Chef internacional, viajante por obligación y enamorado de Argentina, esa silueta de 2.780.400 kilómetros cuadrados que atrae a los extranjeros y a los habitantes vecinos de Sudamérica, aquellos que son más hermanos cercanos que extraños visitantes pasajeros.

Cocinar parece ser una práctica que atrae a las amas de casa, a los estudiantes de gastronomía y al humano desbordado de exigencias que busca realizar un buen plato para vivir un ratito la vida. “La cocina es el arte de transformar alimentos en experiencias. Nada es más efímero que el comer, por eso debes crear esa impresión mental que te lleve a lugares, que haga recordar situaciones, amores, buenos momentos”, sostiene Juan Carlos, un chef colombiano que trabaja en un crucero holandés durante seis meses corridos y luego vuelve a su casa para encontrarse con Camila y Juliana, sus hijas que siempre lo esperan en un rincón de Medellín. Ama la gastronomía y las combinaciones de alimentos que pueden hacer feliz a un pasajero ansioso por degustar un plato elaborado. Para dejar claros sus sentimientos sobre el trabajo aclara, “cocinar es una vocación que muchas veces está en nuestras entrañas culturales, en los lazos que traemos de nuestros antecesores y nos hace lo que somos”.

Viajar por el mundo suele ser una forma de disfrutar la vida. Algunos pocos privilegiados tienen más pasajes de avión comprados que boletos de colectivos interurbanos; otros, los que forman parte de la gran mayoría, apenas caminan las calles autóctonas y bellísimas en las que viven sus almas. Juan Carlos recorre muchos kilómetros tratando de perfeccionar su estilo y conocimiento sobre la gastronomía. “En mi profesión viajar es muy importante ya que te permite conocer lo que realmente es la comida regional de cada país. Empiezas a entender qué es un asado argentino cuando te sientas en una buena parrilla de Buenos Aires, conoces cuál es el verdadero pollo al curry cuando tu compañero de habitación es de Mumbai o como es la pesca de las langostas en Bal Harbour en Main”. Retrata en algunas palabras coloridas el porqué de la trascendencia de los viajes, lo que enriquece sus ideas es justamente el escenario de origen donde se crearon los platos.

Los viajes son una fábrica de anécdotas y aprendizajes, desafíos para sobrevivir a la distancia del pueblo natal y a la nostalgia, siempre presente, que genera extrañar. El tiempo ha empezado a deteriorar las ambiciones de Juan Carlos y el primer objetivo se ha convertido en volver a Colombia para plantar su vida familiar en el lugar que ama. “Deseo esa tasa de café colombiano en la mañana, sentir mi familia y disfrutar todo ese proceso que te pierdes en la ausencia de los viajes”, cuenta con más deseo que razón en sus palabras. Casi sin detenerse y ahorrando el aire en sus pulmones para lograr un desahogo final que lo alivie, describe lo que representa su país y afirma, “Colombia significa ese lugar bello y tranquilo que millones deseamos, representa lo que soy como persona, el lugar en el cuál conocí a la mujer que amo y en donde nacieron mis hijas, la tierra que me ha alimentado y en las que mis lágrimas han caído y mis alegrías han tenido lugar”. Juan Carlos resalta las cualidades más bellas de su gente y se ampara en la simpatía del habitante de Sudamérica que lo distingue en el mundo para decir que “los colombianos somos sonrientes, amables y estamos siempre listos para ayudar. Somos de corazón inmenso y sensible. La palabra extranjero en Colombia significa amigo”. Conceptos de un chef internacional que dice tener la capacidad de sacrificar su vida para construir un país mejor, que todos los colombianos merecen.

La cocina y la comida, sobre todas las cosas, suelen ser materia de reunión y análisis desmenuzados de glotones con paladares ávidos de recetas materializadas. Juan Carlos cocina en su trabajo, en su casa, para la mesa de los amigos más cercanos y en las reuniones familiares. Acepta sus limitaciones a la hora de escuchar el veredicto, que a veces levanta el dedo acusador, y afirma, sin inhibiciones, que no acepta críticas con facilidad. “Disfruto de cocinar los domingos y poder juntar a toda mi familia. Me gusta disfrutar de largas charlas con mis hermanos, de acercarme a mi madre y muchas veces sentirme de nuevo niño en casa de los abuelos”.  El trabajo de chef y la preparación de los alimentos se vuelven una excusa válida para coincidir en una mesa con la gente más querida y entregar cariño servido con buenos condimentos que decoren un plato repleto de alegría.

El último país al sur de América es el destino final de la nota y de las palabras de Juan Carlos.  “El ganado Angus, la amabilidad de la gente, el tango, el vino, el desarrollo gastronómico y la producción de alimentos es lo mejor que tiene Argentina”.  Parece que por un minuto deja algún concepto gastronómico fuera de la charla pero al instante arremete y sostiene que “el ganado que en Argentina se produce es perfecto. No tienes que hacer nada para conseguir los mejores resultados. La terneza de la carne y los cortes son increíbles. En eso los argentinos son profesionales”.  Juan Carlos comienza a cerrar su valija para seguir el viaje que en algún momento lo depositará en Colombia, donde Nancy Leonor García, la mujer que lo ama a la distancia, lo espera para dormir en paz y sin mudanzas. Antes de correr el cierre imaginario, acomoda en el fondo de la maleta unas botellas de malbec, jamones, alfajores y varios paquetes de yerba. Ya tiene materiales para cocinar en su próximo destino, aunque sea algo sencillo, no muy caro, pero que le alegre la vida a algún desconocido comensal.

La misión de Pepe

Las piedras que brotaban de la tierra nunca le impidieron caminar con paso firme. Conocido en su lugar y respetado en las comunidades vecinas, cada vez que el destino caía sin piedad sobre los más pobres, él ponía la mejilla para recibir el cachetazo y abría los brazos para amparar a los que tenían miedo de ser aplastados. José María esconde su rostro detrás de la barba y el pelo un poco largo. No es cantante de rock ni hippie desubicado en el tiempo. Le decían Padre Pepe en las calles de la Villa 21,  allá por Barracas en Buenos Aires donde el humo y el stress matan. En ese lugar donde la vocación pudo más que las amenazas y los chicos pedían a gritos un poco de afecto sin choripanes ni trueques de esperanza. Di Paola su apellido. Cura o sacerdote su profesión, como le caiga mejor al que lee.

“Ahora vuelvo a empezar de cero”, dice el padre Pepe Di Paola, ex coordinador del equipo de curas villeros en Buenos Aires. Sus ganas de ayudar a los más pobres lo llevaron a un nuevo destino: Añatuya, Santiago del Estero. Allí una comunidad rural lo esperaba para escucharlo y pedirle ayuda. “Quiero organizar bien la vida de la Iglesia en estos parajes y seguir adelante con mis compromisos de siempre, con los más necesitados, en el lugar donde sea”, confirma para dejar en claro sus ideas dentro de la Iglesia Católica. No quiere discriminar a nadie en sus palabras sensibles pero le pone el sello de su personalidad al futuro que lo espera. “Quisiera que mi sacerdocio, más allá de los años que tenga o el lugar a donde esté, se vea reflejado en el compromiso con toda la sociedad”. Define su identidad y clarifica sus ideas antes del punto y aparte.

Pepe Di Paola fue uno de los curas más reconocidos en los últimos años. La lucha contra el paco en las villas de Buenos Aires fue una de sus banderas junto a muchos sacerdotes que forman parte de un equipo que ayuda a los jóvenes a salir de la droga. Una noche del 2009 los dueños del negocio se enojaron y lo amenazaron en un pasillo de la villa 21-24 de Barracas. “Rajá de acá que vas a ser boleta, me dijo un tipo. Era una situación medio rara. Yo vivía sin problemas y me movía por donde quería libremente y después de la amenaza tuve que empezar a tener cuidado en los lugares donde andaba”, cuenta Di Paola casi dos años después de que los medios lo escucharan leer el documento: La droga en las villas: despenalización de hecho. A pesar del dolor que generan los malos recuerdos Pepe le encuentra el lado positivo a aquella lucha. “Logramos una adhesión muy grande de la gente de la villa que estaba preocupada por lo que estaba sucediendo con los chicos.”

Durante trece años fue el párroco a cargo de la Iglesia Caacupé de Barracas, donde actualmente descansan los restos del Padre Carlos Mugica. Desde las paredes de su “oficina” vestidas con el amor de su Huracán y las fotos de los fieles necesitados de amor, el Padre Di Paola coordinaba la presencia de la Iglesia en la villa. “Desde el Padre Mugica hasta ahora, los curas somos un habitante más de la villa. Eso es fundamental para entender lo que pasa adentro. La gente de la villa sabe que no vamos a cumplir horario y nos vamos, sino que somos uno más ahí adentro. Se comparte todo, lo bueno y  lo malo.”  Cuenta y repasa sus vivencias en los lugares más pobres de Buenos Aires, pero también retrata la vida de varios curas villeros que trabajan a diario y que la sociedad argentina desconoce. Por desinterés o por falta de publicidad las buenas acciones siempre tardan en mostrarse y las personas saben menos de lo que hablan.

El Padre Pepe trabajó para mejorar las condiciones indignas en las que viven muchas personas en las villas. Falta todo y no sobra nada. Lo define Di Paola con un tono de voz calmo y la experiencia de haberlo vivido impregnada en sus palabras, “Hay gente que te viene a ver porque no tiene que comer y mañana te viene a buscar porque quiere bautizar a su hijo. Desde la falta de agua potable hasta la ausencia de un lugar digno para vivir. Siempre han existido problemas. En una época fue la erradicación, en otra, la falta de viviendas, ahora, las drogas.” Los problemas no tienen fin porque siempre hay una dificultad nueva que los pobres deben vencer. Pepe lo retrata en una frase simple y austera, “La trinchera es la misma, el combate es diferente.” No es una guerra darle contención a aquellos que carecen de una vida digna, pero si es una lucha contra el hambre, la miseria, la humillación y el dolor. Imágenes que se cuelan por la ventana de muchas casas de Barracas y de tantas villas que Buenos Aires aloja.

Ni Dios, ni salvador, ni mentiroso, ni exagerado, ni curandero, ni absurdo troglodita. El Padre Pepe Di Paola es un hombre con buenas intenciones y una vocación que le atraviesa el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. “Hablamos de integrar la villa al resto de la ciudad. Todavía falta mucha tarea y organización. Va a ser un trabajo muy largo que no se soluciona solamente haciendo una vivienda nueva”, el ex cura villero clarifica la idea que la Iglesia tiene sobre el trabajo en las villas de emergencia. No hace política ni promesas en vano, vicios que la gente en Argentina ya los tiene aceptados. Pepe parece estar destinado a recibir una pregunta en cada lugar carenciado que visita. “Padre, ¿qué podemos hacer?”. Ni Dios, ni salvador. Cura villero de profesión.

El cuentista de la pelota

 

La voz en el teléfono se escucha igual a aquella que emitía la radio hace algunos años. No hay exageraciones de tonos. La calidez es la misma. Alejandro Apo sale de un consultorio médico dispuesto a hablar sobre la literatura y el fútbol. Está bien predispuesto aunque prefiere no ser un peatón descuidado y decide llegar a su casa para empezar a contar sus ideas. Critica a los académicos, recuerda anécdotas que la pelota le dejó en su trayectoria como periodista y se ríe cuando la ironía supera el discurso establecido para las respuestas de cientos de entrevistas que realizará en el año.

Apo dice ser un animal de radio, un amante del buen fútbol y la lectura. Los oyentes de Continental lo extrañan en la tarde de los sábados porque se quedaron sin la narración de sus cuentos y anécdotas de la historia futbolera. La pelota y los libros, las oraciones y los pases se mezclan en la charla y delimitan las preguntas que los minutos consumen. Y es en ese tema en el que presenta su crítica con enojos que caminan detrás. “A los intelectuales les cuesta siempre aceptar las cosas populares en esencia. Tienen esa tendencia de elitismo. A Fontanarrosa,  con el éxito que tuvo, le recriminaban que se ocupaba de cosas menores, como el humor o el deporte”, suelta Apo sin disimular su malestar, y agrega para no dejar las ideas sueltas en su cabeza, “es discriminar por discriminar. Hay mucha envidia. Hay tipos como Dolina que pueden hacer discutir sobre fútbol a los muchachos del barrio con los dioses griegos, en la pizzería de la esquina. Eso es la cultura popular y a los intelectuales les cuesta aceptarla”.

Alejandro contesta las preguntas con una naturalidad que despierta la atracción de un oyente ficticio. Es como si su forma de decir las cosas generara una atención especial aunque el tema no sea el preferido. Se queda atrapado por los pensamientos que la pregunta anterior le generó, y remata como al pasar, “la cultura popular tiene una profundidad que no tienen los intelectuales con su academia y sus doctorados en letras”. La literatura y el fútbol son el epicentro de la entrevista y Apo explica por qué se pueden fusionar ambas cosas. “En los cuentos futboleros se filtran el amor, la amistad, la relación con los viejos, la familia, la vida”, afirma uno de los comentaristas que el “Futbol para Todos” de los fines de semana tiene entre sus filas.

Alejandro Apo oficia de maestro en el teléfono y recomienda cuentos que su memoria guarda como un tesoro abstracto que genera felicidad. “El penal más largo del mundo” y “Gallardo Pérez referí”, de Osvaldo Soriano son dos clásicos que le gustan y que han formado parte de su programa “Todo con afecto” en las tardes de los sábados. Algunas palabras aparte le dedica a Alejandro Dolina cuando habla de su cuento “Relatores”. “El tipo relata los partidos que juega. Después deja de jugar y relata partidos imaginarios y la gente va a escuchar los relatos a su casa. Solamente a Dolina se le puede ocurrir esa genialidad”. Apo reparte halagos como un cinco que sabe más con la pelota que lo que el puesto le demanda. No se olvida de Eduardo Sacheri y recomienda “Esperandolo a Tito” y “De chilena”, dos de los cuentos más conocidos del guionista de la premiada película “El secreto de sus ojos”.

El fútbol y la literatura son dos artes que el mundo entero disfruta y consume. Como tales, tienen un concepto de belleza que los describe y representa. Una gambeta y un caño al rival son postales de un arte que se concreta con la redonda en los pies. En el otro extremo de la cancha los párrafos con fragmentos reales extraídos de la cotidianidad, son inmersos en un contexto de ficción que producen los autores y que forman el arte de la literatura. “La belleza del fútbol es Diego. Él es único y está para todos los tiempos. Y aparte logró una cosa muy importante, un concepto futbolero: la belleza no debe estar disociada de la contundencia. Maradona hizo del fútbol un arte y llegó al gol y a la efectividad a partir de este”. Apo expresa su adoración por Maradona pero no se olvida de los escritores que ponen su pluma a disposición de los lectores, “Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa y Alejandro Dolina son los que le ponen belleza a la literatura”

En el medio de la conversación otro teléfono le suena. Pide apenas unos minutos y vuelve a poner el tubo en su oreja. Era el turco Marcelo Sanjurjo, su compañero en “Y el fútbol contó un cuento”, la obra con la que recorre el interior del país leyendo cuentos y contando anécdotas relacionadas al fútbol. “Recorrimos más de doscientas ochenta ciudades. Cerca de 200.000 personas nos vieron. Es un disparate”, asegura con una humildad que trasluce su felicidad por el éxito de la obra. Periodista y escritor, o viceversa, Apo es uno de los exponentes más reconocidos de la fusión entre el deporte más popular de Argentina y la literatura. “Los cuentos de fútbol conquistan con facilidad a los pibes. Si nosotros con el espectáculo los acercamos a la literatura, nos sentimos satisfechos”, afirma Alejandro, en una época donde los jóvenes le tienen miedo a los libros y el fútbol es un deporte que se juega cada vez menos en los barrios.

Película porteña

 

 

Buenos Aires con lluvia de invierno, Cacho y la humedad de un café bien porteño, los libros estáticos en la biblioteca, el whisky peleándose con los hielos, el tiempo que marca el reloj en la noche, las ganas de no dormir, la balada para un loco que Goyeneche y Varela le cantan a un par de muchachos que no saben qué hacer con sus vidas. El instante efímero que se vive y se disfruta en la selva metropolitana, el diario viejo de hoy, las noticias de ayer que sirven para el debate cortito y verborrágico. El tango bien argentino y arrabalero en la esquina de Corrientes y Libertad, donde el sueño se retrasó en alguna parada de colectivo y el aire fresco se coló por una ventana.

Sé que son de barro el desprecio y el rencor, lo son para la gata que se asoma detrás del botón que le da inicio a la canción. Las ganas de algo, el desencanto de todo. Las paredes blancas de la nada y los platos sucios como rastros de la presencia. La música, el frío, los malos y los buenos, los hijos de puta de siempre en la televisión muda. Ahí están, ellos son los culpables de las noticias de mañana, de la voz que emite la radio bajo el amanecer, de las puteadas perdidas en los bares de una argentina politizada.

La calle ganada por los trabajadores mal pagos, el kiosquero de la esquina y la Gente vanagloriándose con una botinera en sus hojas, las veinticuatro horas de una vida porteña a la que nunca se le apaga la luz porque vive enchufada a una fuente energética de adicción. El punteo de la guitarra de Abel Pintos que suaviza el aire que corre por los pasillos de un edificio lleno de viejos sin esperanzas. Por una gota de tu voz, en el desierto de mi corazón, canta el muchacho y su melancolía atraviesa los sentidos en el final de un día intrascendente.

Pasan los segundos corriendo por las veredas, García de Diego tiene el poder del piano que suena en la madrugada del cinco de agosto. Nadie se lo puede sacar, ni siquiera Joaquín que se asoma entre bambalinas para contar los segundos que le restan en la oscuridad. Tan joven y tan viejo, tan lindos eran los niños que en un parque jugaban hasta que el sol se dormía, tan impunes son los grandes que manejan las vidas de los ciudadanos del mundo. La guitarra, la música, las desesperanzas que duermen en el balcón de los recuerdos.

No debería contarlo y sin embargo el teclado guarda anécdotas que no se borran con ácidos de odios. El hombre que se tomó dos botellas de vino en la esquina dice no saber por qué está parado en un punto cardinal de la Buenos Aires querida que Carlitos imprimió en alguna hoja. No sabe y a nadie le interesa. No importan los sentimientos perdidos en el aire. Importan los dólares, las amistades de arena, las familias de cristal y la fama de mentira.

La muchachada está dispersa por el país de las promesas, algunos mueren de amor y no lo confiesan, otros padecen la soledad ocultándola en las noches bañadas de penas. Cada cual será el dueño de sus pasos, el maestro de su ceremonia, el mozo de su champagne helado. El gallego canta en un bar de Tirso de Molina, donde los corazones están solos mirando cómo pasan las minas de los doscientos minutos. Están inquietos, con los ojos cerrados, sintiendo la brisa de un invierno que se va.

Mañana Argentina volverá a vivir y los hombres deambularan por las calles buscando un destino para sus ambiciones y un bar céntrico donde la cerveza sea barata. La noche ya tiene un destino para las horas que le quedan. Se perderá en la esquina de Córdoba y Talcahuano, en búsqueda de una silla sin penas ni glorias donde nadie la sienta propia. Todo pasa en Buenos Aires, a la una de la mañana, cuando unos pibes pasan por la esquina mirando el cielo y el semáforo se pone en verde, en una calle Corrientes que pelea por su vida.

Malvinas. Mi dolor

Cementerio_Argentino_de_Puerto_Darwin

Darwin, veintinueve años después de aquel 1982 trágico, tiene sembrado el dolor de los soldados argentinos caídos en la Guerra de Malvinas. Allí lucharon jóvenes y adultos por la estupidez y la ignorancia de algunos militares soberbios. Allí donde las cruces blancas de sus sepulcros se organizan simétricamente en un cuadrado que retrata la muerte. En Darwin están mis pisadas e insultos a los malparidos. También quedan lágrimas de dolor y de orgullo con las que el frío arrasó. Ubicado a una hora de Puerto Argentino, el cementerio  atrae turistas perdidos en la historia y argentinos abarrotados por la bronca y el recuerdo imborrable del pasado.

Hace mucho frío en las Islas Malvinas o en las Falkland Islands, como le llaman los ingleses a esta porción de tierra por la que tantos errores se han cometido. Apenas faltan unos días para que enero culmine y el viento transforma los 10°grados del día en una mañana gris y helada. Tengo demasiada ropa, frío, emoción, confusión e intolerancia. Por momentos actúo como si pudiera cruzarme con un inglés y romperle la cara a trompadas. ¿Con qué sentido? Hay ciertos instantes cuando la razón se escapa por la puerta de atrás. Lucho contra el recuerdo y pierdo una batalla en la que triunfa el desencanto. ¿Qué habrán sentido los soldados en esos meses de 1982? ¿Qué habrán pensado antes de que una bala acabara con sus proyectos de juventud? ¿Cómo hago para no sentir decepción por un pueblo que los desconoció en su regreso? Si los muertos pudieran saber que el whisky le hizo mal a Fortunato…

En Malvinas todo es gris. Es un lugar ordenado, pulcro, inglés por donde se lo mire. La lluvia empieza a caer mientras me dirijo al cementerio, transformando el acontecimiento en una escena excesivamente melancólica de una película dramática. Las ruedas de la camioneta pisan lo que fue, en primera instancia, el territorio donde acampó el ejército argentino. Mis ojos recorren cada lugar donde la guerra cobró acción. Es raro. Tan raro que se torna imposible describir lo que se siente cuando detrás de la ventanilla quedan los recuerdos de una batalla demasiado cara. Parece que la realidad del instante es una burbuja que marea. Estoy en Malvinas aunque por momentos siento que nunca bajé del barco que me depositó allí.

No puedo olvidar a mi tío. Él es veterano de la Guerra de Malvinas. Uno de esos tipos a los que las balas les pasaron por al lado y el frío les comió los huesos y las esperanzas. Él, como tantos soldados que combatieron, convivió con la muerte y el horror, escuchó a lo lejos como once jugadores peleaban por ganar el mundial  en España y recibió cartas que generaban lágrimas de emoción. Fue prisionero en el barco inglés Camberra donde los soldados argentinos entregaron sus armas y se dedicaron a vivir el dolor de la derrota consumada. Mientras camino entre las cruces de Darwin y el frío azota mi cabeza, vuelvo a pensar en él. Mi tío podría haber estado sepultado bajo estas tumbas, pero Dios no lo permitió. Cuántos hombres quedaron enterrados en Malvinas, cuántos idiotas podrían haber evitado lo que sucedió. Muchas cosas me diferencian del Teniente Coronel Guillermo Santiago Grau, pero me resulta imposible desconocer que es un héroe de Malvinas que pudo volver a dormir en su cama, con la humillación enterrada en el alma.

Un guía chileno me cuenta todas las historias postguerra que dan vuelta en los bares de la isla. Me habla sobre lo que sucedió con la comida que los argentinos mandaron a sus soldados, sobre las estrategias militares de cada ejército y sobre el dolor de los familiares la primera vez que pudieron pisar Malvinas para rezar y llorar en las tumbas de sus muertos. Me lo cuenta mientras recorremos Monte London y los destacamentos militares que el Reino Unido decidió instalar en las islas. Sus palabras no logran alejarme de la confusión que vivo por estar en un lugar histórico para los argentinos. Lo escucho mientras siento que cada lugar por el que pasamos puede ser parte del recuerdo que nunca más volveré a vivir.

El tiempo se agotó rápido y la visita al pasado retratado en el presente culminó con el cielo despejado y los rastros de lluvia en los bordes de las veredas. Malvinas es el reflejo del dolor pintado de celeste y blanco y la algarabía de miles de ingleses que se alzaron con una victoria. Las Islas Malvinas son un patrimonio perdido, el lugar donde la guerra terminó con vidas jóvenes y ambiciones estúpidas, el cementerio más injusto de toda la República Argentina.

El equipo de mis sueños

A mis amigos. Los creadores de anécdotas

Estuve esperando este momento toda mi vida. Este es el instante preciso en el que me convertiré en un jugador de ajedrez y tendré la potestad de elegir cómo mover las fichas. Me voy a transformar en el ideólogo de mi propia estrategia para combatir rivales en noventa minutos y buscar la forma de superarlos; aunque el resultado no me desespera. Voy a formar el equipo de mis sueños, con el que quiero jugar en este tiempo de mi vida y el que me gustaría guardar entre los recuerdos que uno se lleva cuando la muerte le juega una mala pasada. Puedo elegir los jugadores según mi preferencia porque no tienen valor en pesos ni dólares. Están al alcance de un llamado y de la promesa de un momento grato. No quiero profesionales para mi equipo de fútbol, quiero a mis amigos.

Tengo la posibilidad de tomarme un tiempo prudencial para definir la alineación del equipo. No hay torneos millonarios que esperen por nosotros ni periodistas que pongan en tela de juicio mis estrategias. Entiendo que para tomar buenas decisiones en el armado de mi equipo deberé leer con anticipación algunas líneas de Dolina, varios cuentos de Sacheri y escuchar la voz de Alejandro Apo contando por la radio lo lindo que es el fútbol. Una vez que mis emociones le ganen  a la razón, que siempre busca el triunfo, tendré la posibilidad de argumentar mis decisiones y convencerme de que mi equipo es el mejor. Claro está que ninguno de mis amigos es comparable con los mercenarios de la pelota. Ellos juegan por el placer de compartir, la exigencia de la competencia nata y el disfrute de la redonda en los pies de los más queridos.

Resueltas mis exigencias permanentes, estimo que el equipo de mis sueños lo tendrá al Nano Mussio en el arco. Lejos de ser un robusto arquero que impresione a los delanteros rivales, mi amigo el nano es un muchacho más bien bajo, flaco, gracioso y querible. Sus habilidades para enamorarse de mujeres pasajeras es un don distinguible para ocupar el área nuestra. Su debilidad sentimental le generará una duda constante sobre el accionar de los defensores. No confiará demasiado en ellos aunque les transmitirá cierta tranquilidad con su afonía provocada por los rastros de la noche anterior al partido.

Debo aceptar que soy un tipo conservador y el esquema táctico tendrá una línea de cuatro defensores. Leo será el dueño de la banda derecha. Cabrón, pequeño, fuerte y rápido. No le falta presencia ni le sobra cariño. Un media punta charlatán es para él un bocado de arroz que se disuelve en la boca. La dupla central será vasca por donde se la mire. Gancerain – Barrangu serán los encargados de custodiar la medialuna y de no pasarse con el calimocho en la previa del encuentro. El primero de ellos es un muchacho grandote, cara de nene y cien kilos que te pueden romper el esternón en un choque casual. El otro, un calentón simplista que revolea la pelota cuando las papas queman. Sus descendencias se verán reflejadas en la lucha por su independencia dentro del campo de juego.  Dos vascos y una misma idea: el choque permanente y  la amenaza constante para los rivales. El número tres lo tendrá Gonzalito, “el hacker”. Un tipo de pocos amigos pero fiel para su círculo íntimo. Lejos de ser un veloz y sagaz lateral, sus cálculos constantes y la tranquilidad de que las cosas se resuelven con trabajo, ayudaran a fortalecer el costado izquierdo de nuestra defensa.

El mediocampo irá a la guerra con soldados que tienen más noches de asados que partidos jugados. Tres amigos de pocas pulgas y mucho corazón se harán cargo de pisotear el círculo central y correr hasta que las pantorrillas les digan basta. Arelo será el cinco de mi equipo. Desconfiado, irascible, fuerte y solidario, tendrá que liderar el medio y complementarse con el cabezón Ricardinni en la caza de habilidosos contrarios. Ambos excelentes asadores, cocinaran a fuego lento el partido y tendrán la capacidad de determinar cuándo el fuego debe aumentar en el terreno. Los dos, amantes de la buena comida, podrán distinguir en sus paladares el sabor próximo de la derrota o el triunfo justo que podríamos merecer en el partido. El volante que completará el trío será Fran Bonaventura. Refunfuñón,  rubio y bruto, se adueñará del costado izquierdo del mediocampo. Sus años de experiencia en la náutica y el amor a la isla le ayudarán a distinguir un rival mal intencionado de un intrascendente picapiedra, como víboras peligrosas y pequeñas culebras que viven en las costas del Paraná. Por último, y para completar la línea de cuatro en el medio, estaré yo, disfrutando de jugar con gente querida y creando anécdotas cada segundo. Mis cualidades deportivas son aún peores que las de varios compañeros, pero podré contribuir en la caza de piernas fugaces que quieren humillar a los que hacen el trabajo sucio del quite y el agarre.

La formación la cerrarán dos pesos pesados. El gordo Rivarola cargará sobre sus rodillas con el peso de su historia y de las napolitanas con fritas. Como amante de la gastronomía deberá comerse el área y derribar defensores con su cuerpo robusto. Su simpatía lo ayudará a engañar a los rivales y hacerles creer que es un buen tipo, aunque su finalidad  sea asesinarlos de un pelotazo en el estómago. Como compañero tendrá a Juan Manuel. Grandote, narigón, pasado de fernets y defensor del buen humor constante, deberá acompañar a Rivarola en la batalla contra la línea defensiva del rival. Dos jugadores de mucha potencia y rudeza. Por momentos podrán aplicar sus costados patoteriles y pechear a los contrarios para ganar la posición. Ambos son hombres de mucha calle y sangre caliente.

Cada uno de ellos formará parte del equipo de mis sueños. Las reglas tradicionales del fútbol no me permiten colocar a varios amigos que se quedaron fuera de la formación. Ellos serán los encargados del asado, la picada, el aliento, las bromas y el acompañamiento. Rasgos distintivos de la amistad que nos une. Los que no están entre los once titulares sabrán esperar su turno o se resignarán a cumplir con otras labores. No por eso dejarán de ser grandes amigos que la vida me dio y que el tiempo me obligó a quererlos.

Este equipo está condenado a la inmortalidad. Cuando el tiempo pase y las piernas ya no den más, la memoria tendrá que enfrentarse al alzheimer y pelear por los recuerdos hasta el final del partido. Diez amigos me acompañarán en el juego de mi vida, y otros tantos serán la espalda que contenga las ilusiones de mi corazón. Todos amigos entrañables. Todos parte de un sueño que el papel manchado de tinta guardará en algún cajón.

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