Al negro Cataña. Por el recuerdo imborrable de la niñez futbolera
El mejor jugador que vi en una cancha de barrio es el negro Cataña. Por esos tiempos en que no importaba dormir por las noches, el pibe que sobresalía en la disputa por la número cinco era Bruno “el negro” Cataña. Rápido, pícaro, burlón con la bocha en los pies, claro de ideas y valiente contrincante de las patadas. Un tipo al que intentaban romperle la rodilla cada cinco minutos y nunca, nunca jamás, lograban pegarle con suficiente fuerza como para amedrentarlo y mandarlo a su casa.
De barrio y de fibra, el negro le mostraba la pelota hasta el asesino serial más conocido de la zona. Tenía, tiene y seguirá teniendo esa maña de generar el enojo en el rival por el simple hecho de mostrar su habilidad. Aún así nunca formó parte de esa clase de jugadores que lo único que buscan es lucirse. Sería injusto catalogarlo dentro de la línea en la que se paran los fastuosos que se creen más de lo que son y se preocupan por la combinación de colores más que por tener los botines sin agujeros.
No lo podían parar ni con la clara intención de hacerle foul. No podían porque el negro sabía calcular el tiempo justo en el que sus depredadores llegarían a la presa. Y entonces, en el mismo instante en el que la pelota quedaba comprometida, él la pisaba, la largaba con un pase corto o buscaba la pared para desmarcarse y otra vez arrancar camino al gol.
Lo extraño del tipo es que no cambiaba su forma de jugar a pesar de las circunstancias del partido. Si jugaba por el placer de compartir con amigos, sus pisadas eran el origen de la discusión y la calentura básica de cualquier futbolista que no puede sacarle la pelota al rival. Y cuando el enfrentamiento era con los otros, con los que venían a querer ganar la cancha para seguir jugando toda la tarde, ahí repetía su actuación cómo si la presión de quedarse afuera no le moviera ni un músculo. Porque en esos partidos el que perdía se quedaba sin cancha y eso, inevitablemente, significaba el final del juego.
La cuestión es que el negro Cataña la rompía. Caño a uno, bicicleta al otro, pisada contra la línea, pases “diferentes”, cabeza levantada, lengua filosa, aire para correr hasta el hartazgo y físico para aguantar patadas asesinas. Hablaba y jugaba, y lo hacía a la inversa según el contrincante que tuviera. Un verdadero insoportable para marcar. Uno de esos tipos a los que se les desea el peor mal que le pueda tocar, porque son incapaces de hacerle creer al contrincante, amigo o no, que se la va a poder quitar y que en algún momento la pelota se va a escapar de sus pies.
El negro era el fútbol en si mismo aunque a algunos, varios quizás, les pesaba que así sea. Un tipo que siempre hizo del juego algo más sencillo que el drama permanente en que lo transforman los opinadores profesionales y el mundo que rodea a la número cinco. No es tan difícil jugar a la pelota y eso es lo que el negro hacía, y hace hasta el día de hoy. Primero se divierte, después tira alguna gracia y si le queda tiempo se preocupa por ganar.
No llegó a pisar el nivel profesional. La Primera, el Ascenso, algún club de la C o la D fueron solos paisajes en su televisor. No pasó ni cerca de un conjunto con renombre. El negro jugó de chico en un club del futbol nicoleño, y después la rompió en el Parque San Martín. Si, en un parque. Ese fue el lugar donde pudo demostrar su habilidad a pesar de los pozos y los desniveles. Un parque pegado al río en San Nicolás, ciudad donde se crió. Un punto geográfico donde fue feliz o donde, por lo menos, enseñó sin saberlo.
La traba más grande que tuvo para escalar en el mundo del fútbol fue la joda. Porque al negro siempre le gustó la joda. Ni fiesta, ni celebración, ni juntada. La palabra es joda. Comerse un asado con amigos y tomarse unas copas antes de que el sol ganara la batalla. Por su conducta, porque no tuvo ganas o porque nunca le interesó, Bruno nunca llegó a un club. La decisión o el destino de sus días, terminó beneficiándolo. El mundo del fútbol “ideal” no logró contaminarlo y le permitió mantener la estética natural del juego sencillo y atractivo.
El fútbol profesional de estos tiempos es complicado, mercenario y falso. Es espantoso y complota contra el arte del deporte. Nada tiene que ver con el pequeño universo del picado accidental, que es mucho más puro y exagerado. Dios lo ha puesto al negro en el segundo de esos mundos y la redonda de cuero se lo agradece emocionada.